En 1940, Qatar era poco más que una planicie desértica y estéril con 
temperaturas que entre mayo y septiembre oscilaban entre 45 y 50 ºC. Por
 entonces, los británicos ya llevaban cinco años haciendo prospecciones 
petrolíferas pero hasta 1950, los qataríes no comenzarían a producir petróleo en cantidades comerciales.
 Como el resto de los países de su entorno, Qatar es rico en petróleo, 
pero este emirato independiente tenía una sorpresa mayor en su interior.
 A mediados de los años noventa empezó a explotar los depósitos de gas 
de su subsuelo encontrando que se trataban de los terceros más importantes del mundo
 – después de los rusos e iraníes – en un país de 11.500 kilómetros 
cuadrados, sólo un poco mayor que el Principado de Asturias.
A 
principios del siglo XXI Qatar sigue siendo una planicie desértica con 
temperaturas que llegan a los 50 ºC pero ahora todos los hogares cuentan
 con potentes aparatos de aire acondicionado. La arquitectura desafía al
 calor abundando en el cristal, con obras faraónicas y costosísimas 
firmadas por los más prestigiosos arquitectos del planeta y en el horizonte siempre se alza la figura de una grúa mostrando que la ciudad está aún en construcción, en pleno despegue.
Qatar tiene junto a Luxemburgo el PIB per cápita más alto del mundo, superando
 los 106.000 dólares por qatarí, más del doble que Estados Unidos o 
Alemania, más del triple que España y cinco veces el PIB per cápita de 
Portugal. En este dato hay cierta trampa porque se contabiliza 
el total de la población qatarí, que es algo superior a los dos 
millones, incluyendo la gran bolsa de trabajadores extranjeros que viven
 en condiciones que serían consideradas menos que precarias en Europa. 
Si se contabiliza sólo al 18% de la población autóctona el PIB per 
cápita estaría en torno a los 600.000 dólares anuales por qatarí, una 
media que no anda muy alejada de la realidad.

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